

En “Fresas salvajes” asistimos al infierno y cielo personal de un hombre que, en su vejez, descubre que el pasado apremia al presente para que las culpas puedan ser perdonadas, comprendidas y expurgadas. La cámara de Bergman es como una mirada profunda del alma de un ser humano. Todo empieza con una pesadilla y transcurre entre recuerdos y sueños que evocan un pasado feliz, ingenuo y transparente. En esta película parece existir una conexión entre el sueño y la vigilia, una red de relaciones que van formando alegorías en el inconsciente del personaje central cuya visión puede resultar tan siniestra como nostálgica. Lo siniestro y lo nostálgico estan presentes a lo largo de todo el metraje sirviendo de base para un conjunto cargado de pesimismo. No obstante, hay elementos que contrastan con las oscuridades internas de Isak; esos tres jóvenes ingenuos que hacen el papel de acompañantes casuales en todo un viaje espiritual hacia la expurgación de su egoísmo. En última instancia es su nuera quién le abre los ojos ante la realidad: que su muerte -y su egoísmo- amenaza con degradar la vida del hijo, ya contaminada por un pasado convulso. Convulsiones, siempre en este caso, acaecidas en los subterráneos de la existencia. Isak despierta y se reconcilia consigo mismo viajando, en sueños, hacia un pasado, no se sabe exactamente si feliz o infortunado, donde una paradisíaca visión de sus padres se convierte en el elemento más revelador. Isak, al final, vuelve al origen, al paraíso perdido de la infancia, hallando la paz.


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