30 de agosto de 2006

Shyamalan y la fe de los soñadores
* José A. Peig




Advertencia: no leas este post si todavía no has visto la película. Y recomiendo efusivamente, cuanto antes, su visionado

M. Night Shyamalan se desnuda para mostrarnos sus fantasías y su cobardía intelectual en éste nuevo cuento de hadas, el más directo y sincero de cuantos ha filmado hasta la fecha.

Y ésta vez no hay trampa. No es un truco efectista para desconcertar al espectador en el momento en que la historia da el giro deslumbrante que nos adentra en un tejido de metáforas y reflexiones filosóficas, antropológicas y sociológicas, como en el caso de “El bosque”. Tras los títulos del inicio, se nos muestra que entramos en el reino del mito y el encantamiento, no dejando al espectador otra opción que la de arrullarse en la butaca como un niño inocente dispuesto a creerse el cuento de hadas, emulando una de las escenas en las que el genial Paul Giamatti se esfuerza por transfigurar su pose nerviosa e insegura en la viva imagen de un niño de cuna ante la presencia de la narradora. Y ésa es la única forma de disfrutar la película.

Todo parte del mito de la ninfa de las aguas, criaturas del otro mundo que velaban por la inspiración de la humanidad hasta que ésta se torció, vinieron las guerras, las desigualdades y las luchas entre clases sociales. El mundo, en suma, perdió su comunicación con la magia y el encantamiento, con la inocencia...y los hombres ya no sabían escuchar la sabiduría que brotaba desde las profundidades. Es como el mito de aquella época dorada en que la humanidad vivía en armonía consigo misma y con los elementos de la naturaleza. Se perdió, por tanto, la trascendencia. La cámara de Shyamalan nos introduce en el mundo real y actual partiendo de un oscuro rincón sobre el que se abalanza el señor Cleveland, el protagonista de la historia, para terminar con la vida de un bicho que atemoriza a los residentes.

Cleveland es el regente de un bloque de apartamentos, tartamudo, algo aséptico y desorientado, vive entre su soledad y los quehaceres con sus inquilinos, todos ellos con algún “tic” de personalidad: un muchacho que quiere ser especial aumentando la masa musculosa de sólo una mitad de su cuerpo, un crítico de cine inexpresivo y pedante, un viejo mudo que pasa el tiempo viendo la televisión sentado en el sofá, un grupo de jipis, una escritora retirada y un ensayista con grandes pretensiones. Todos tienen pretensiones de ser algo especial, no lo saben pero están a punto de embarcarse en una misión para salvar a la humanidad. Son la síntesis de un mundo rutinario, un micro universo de seres y pareceres que aletean alrededor de un punto central azul: la piscina, el punto omega desde el que surgirá lo extraordinario, el hada con rostro de muñeca de porcelana que vendrá a dar sentido a las vidas de todos ellos. ¿Quién puede dudar de que ésta es una historia sobre cómo la rutina y el desencanto de la vida cotidiana se van deshaciendo con un progresivo acto de fe en un cuento de viejas sobre criaturas marinas que vienen al mundo para redimirlo y restablecer la armonía, ésa quimera de la conciencia colectiva, el creer que antes todo fue idílico y que si dejó de serlo fue por un propósito y siguiendo las pautas de un plan universal que nos guiará a todos hacia un nuevo mundo? . Es Dios y la fe lo que Shyamalan intenta diseccionar a pulso de fantasía y micro drama costumbrista, recogiendo el estado actual de miedo frente a un mundo convulso.

No en balde, son reiterativas las ocasiones en las que se nos muestra el televisor encendido en los hogares de los residentes del bloque de apartamentos - que casi se constituye en único escenario de la narración -, constantemente emitiendo las imágenes de la guerra de Irak. En otro momento, uno de los protagonistas, dice sin tapujos algo así: “la originalidad es algo inexistente en el mundo de hoy”. Y, claro, Shyamalan se frota las manos haciendo su peliculón, un derroche de megalomanía muy cargado de pretensiones. Nada nuevo, por otra parte, viniendo del autor de “Señales” y “El bosque“.

Según va avanzando la historia, la magia va cobrando forma real y palpable, al menos en la mente de Cleveland y del grupo de soñadores que andan en busca de fe en algo que de un sentido trascendental a sus vidas. Uno de ellos tiene la verdadera voz cantante, un escritor de ensayos de índole político-sociológico el cual, según la visión del hada de las aguas, ha escrito un libro que en manos de un futuro líder (un predicador para una nueva era, vaya) impulsará un cambio de proporciones planetarias, el retorno a la época dorada. Hay un profeta, un grupo de hermanos, un guardián que doblegará a las criaturas malignas que amenazan a la vida del hada. Cleveland se deja seducir por el sueño y busca una correspondencia en el mundo real para todos los elementos iconográficos de lo que no debía ser más que una ficción para niños de cuna. Necesita la existencia de tal correspondencia para hacer posible la salvación del hada y para que la redención de la humanidad inicie su primer ciclo. Todo es un acto de fe. Así suele suceder, probablemente, siempre que un ser humano se embarca en pos de un sueño.

Y éste es, según mi sensibilidad, el aspecto más desgarrador de la película: late un profundo desasosiego ante la realidad de un mundo a las puertas del apocalipsis. Mejor dicho, late un desgarrador temor ante la posibilidad de que todo sea una fantasía para escapar de la cruda realidad. Hay, en consecuencia, una desesperación por creer en la magia, en los dioses, en los seres superiores, en los designios del universo planificado por “energías” y “fuerzas” sobre las que nos gusta pensar que no entendemos, pero que, de algún modo, y todo sea por mantener la esperanza, deberían existir. No porque venga de la mano de la razón y la lógica, sino simplemente porque necesitamos creer. Es patológico buscar “señales” en un crucigrama de una revista semanal o en la visión de las cajas de cereales en el estante de la cocina. Puede ser excesivo, pero el cineasta hindú nos lo muestra sin tapujos y se deja enternecer en la maravillosa secuencia en la que Cleveland y los suyos rodean a la desvalida joven del agua, entre el escepticismo y la esperanza, mientras Cleveland la abraza entre lágrimas de dolor. La única esperanza a su dolor es la fe en la resurrección de la chica (¿a qué me suena esto?). Es la señal que él necesita...


Definitivamente, M. Night Shyamalan está loco, por su descaro y desparpajo. Un aplauso por su atrevida creatividad, pero algo chirría en éste tinglado antropológico-religioso-místico (¡toma ya!) que se trae entre manos. Debo decir que “La joven del agua”, a primera vista, me ha gustado menos que “Señales” y “El bosque”. Aquellas dos guardaban un buen equilibrio entre la pretensión de entretener y la de hacer pensar al espectador. En ésta predominan, quizá demasiado, las pretensiones filosóficas y demás, haciendo que resulte menos lúdica que sus obras precedentes (de “El protegido” no hablo porque todavía no la he visto). Sí ,me encantan la multitud de mensajes subliminales que subyacen durante casi todo el metraje, me encanta que Shyamalan sea un cineasta místico, pero también me quedo con la impresión del exceso de palabrería y de, tal vez, haber echado de menos un poco más de lirismo y misterio alrededor de la joven protagonista, lo que se dice profundizar más en su perfíl de ser mitológico pero sin caer en demasiados hermetismos.

Lo más peligroso y discutible de todo es la cobardía intelectual del discurso: todo está en manos de la fe en seres y cosas sobrenaturales. Shyamalan no soporta la realidad y quiere que el mundo alcance el bien mediante la intervención de la magia, del pensamiento supersticioso y demás entelequías de la New Age que han pasado a formar parte de la cultura de masas como una reacción frente al caos y la pérdida de valores post-moderna. Mientras que en “El bosque” nos hablaba de afrontar la realidad, descabezando mitos y enfrentándose a la civilización con la esperanza puesta en la bondad del ser humano, aquí todo está en manos de esperanzas fantasiosas. Por ello, y no obstante, éste sí es un cuento de hadas puro y duro, y como tal hay que valorarlo.


A su favor debo resaltar que, como comentaba al principio, aquí no hay trampa ni giro dramático inesperado que haga chirriar la trama, ya desde el inicio sabes que vas a entrar en un mundo de fantasía con la finalidad de poner a prueba la fe de los protagonistas de carne y hueso. Por otra parte, la película pretende ser tierna y sensible, y de hecho lo logra sin caer nunca en la cursilería. La brillantez narrativa de Shyamalan sigue vigente y demuestra que, a pesar de estar tejiendo historietas que, por sí mismas, son un despropósito porque sólo él se las cree, sabe moverse en ese terreno abonado con sus propios temores y fantasías.

“La joven del agua “ es la menos comercial de sus películas, y por eso será -está siendo ya - duramente vapuleada tanto por el público y la crítica. Se le buscarán todas las incongruencias posibles y dirán que el argumento no se sostiene, olvidando que aquí de lo que se trata - como de forma más o menos subliminal nos lo dice el propio Shyamalan en la escena en la que Cleveland se ve obligado a rezongarse y sonreir con el candor de un niño si quiere seguir escuchando y sacar provecho del cuento - es de sentarse en la butaca y “babear” viendo el cuento.

Por algo es el cineasta más incomprendido de la actualidad...

5 de agosto de 2006

KOSMOS, MUERTE Y VIDA (DE LA MANO DE JESÚS MOSTERÍN)

La vida es un estado excepcional de desequilibrio termodinámico, de separación de la corriente principal de la realidad. La muerte es la vuelta al equilibrio, a la normalidad. La individualidad del ser vivo se construye sobre el desequilibrio con el entorno, es difícil de mantener, improbable y frágil. La muerte es el colapso de la individualidad, el retorno a la unidad, al equilibrio, al origen, al estado de indistinción previo a la existencia. Los seres vivos somos espuma efímera y olas fugaces del profundo océano de la realidad.

La muerte es la pérdida de la individualidad y el retorno a los flujos universales de la materia y la energía, la fusión con el entorno y con el resto del universo. Tras la muerte ya no somos nosotros, pues nos hemos hecho uno con el universo. En cierto sentido, subsistimos, pero no como nosotros, sino como el todo, como el universo, como lo que el pensamiento indio clásico llamaba Brahman.


La naturaleza humana, Jesús Mosterín. Ed. Gran Austral.


La muerte continúa siendo una asignatura pendiente para todo el corpus de sabidurías del mundo occidental, obsesionado con el progreso material y el conocimiento de las estructuras más superficiales de la materia, con todo aquello que pueda tener un fin práctico. Se suele decir que la ciencia moderna sólo tiene sentido ubicándola dentro del marco de un sistema productivo. Conocer la materia para manipularla y hacer uso de ella, desde crear un mueble más consistente o cómodo hasta la fabricación de los más avanzados ordenadores. Pero ¿qué hay de la hermenéutica y de la filosofía, de la interpretación profunda del mundo y de la creación de una visión del ser humano en comunión con el universo?.

El citado párrafo, escrito por Don Jesús Mosterín, es un pequeño rayo de luz, una base a partir de la cual se puede ir trabajando. La vida tiene un sentido y la muerte forma parte de la vida. El cosmos es un todo que se autodestruye y se autoregenera, y ése es el ritmo de su existencia. Todos los seres vivos bailamos con la misma música, somos cosmos y de eso sí que no se libra nadie. Vida, muerte, regeneración, vida, muerte, regeneración. El ciclo de los mundos parece infinito, nada muere en realidad, sino que se transforma, se regenera, se convierte en otra cosa. El conocimiento científico nos acerca a esa verdad maravillosa, sin necesidad de vanas creencias en un “más allá” que nos sirva de consuelo. Sin embargo, algo todavía está fallando, pues el humán no encuentra un sentido universal a su limitada existencia temporal.

Se acusa a las religiones tradicionales de fundamentalistas e involucionistas, entorpecedoras del proceso de conocimiento, pero éstas ofrecen un sentido global que puede ser compartido por una comunidad de creyentes. Tal sentido, como todos sabemos, no procede del conocimiento, sino de la creencia y el dogma, pero, hasta que la ciencia, en connivencia con la filosofía y la educación, no logre articular un discurso explicativo sobre la ubicación del ser humano en el mundo, una explicación en la que éste encuentre regocijo y significado, la mera supresión de los dogmas y las creencias religiosas no hará más que dejar un vacío que acentuará la desorientación y la desesperación de la humanidad.

Y sin embargo, la muerte sigue siendo un tabú y se la considera como algo ajeno a la vida, cuando en realidad la muerte es el clímax de ese baile cósmico, la última gran aventura, lo que de verdad le da sentido a todo. La vida es excepcional, una separación de las corrientes habituales del cosmos, un desequilibrio improbable que, con todo, ha tenido lugar, y eso la convierte en milagrosa. La muerte es el retorno al origen, a la normalidad del cosmos. ¿No es maravilloso?. ¿Porqué tenemos que pensar en la muerte como algo terrible, si al fin y al cabo es el retorno al hogar, al cosmos en su estado habitual?. El retorno a nuestro verdadero origen, en definitiva.

La respuesta es obvia: porque, según parece, y hasta que el conocimiento filosófico o científico demuestren lo contrario, ése retorno al origen exige pagar un precio. El precio de perder la conciencia individual, de dejar de ser un ego concreto. Ciertamente, es un temor razonable: ¿para qué sirve saber que hay continuidad después de la muerte si en esa continuidad no cabe el ego?. Yo, José A. Peig, cuando muera, seré parte del todo, pero ya no seré José A. Peig, sino una conciencia de todo. Para la mayoría de la gente, disfrutar de una vida inmortal dejando de ser una conciencia individual no tiene sentido. Por eso, lo que la ciencia ha sido capaz de explicar a día de hoy sobre la posición del humán como parte de un todo, no sirve para crear ese sentido universal que destronaría para siempre al poder del temor a la muerte, el gran temor que ha esclavizado a la humanidad desde tiempos inmemoriales.

Cuando la ciencia, de la mano del conocimiento empírico y de la adecuada interpretación de la relación entre el hombre y el universo, sea capaz de explicar el hecho de la muerte de manera que ésta sea entendida como un elemento clave y sustancial en la existencia global, entonces la humanidad dará un paso de gigante hacia la verdadera libertad. Ése es un punto trascendental. La muerte debería ser una asignatura obligatoria en los colegios de primaria, en los institutos, en la televisión, como aprendizaje para la vida.

Y por último, ahondando en el enigma, si después de la muerte hay algún tipo de continuidad en la que formamos parte de la conciencia del todo, ¿en qué consiste esa percepción del todo?. ¿Cómo se disfruta el todo viéndose a sí mismo como un todo y por toda la eternidad? Imposible siquiera imaginarlo, porque sólo conocemos (en nuestra actual existencia de unidades individuales) el estado de conciencia individual. Más allá está Brahman y su misterio.

Y terminamos con estas palabras de Jesús Mosterín, para poner su acertada rúbrica final:

Dando rienda suelta a nuestra curiosidad, indagando las criaturas que nos rodean y los astros lejanos, escrutando el universo, encendemos en este planeta el fuego de la conciencia cósmica. Cuando en febrero de 1987 llegó a la tierra la primera luz procedente de la supernova que había explotado 163.000años antes en la gran nube de Magallanes, rápidamente trasmitió la noticia y todos los observatorios del hemisferio sur apuntaron en ésa dirección. Quizá en ese momento el universo- a través de nosotros- se dio cuenta de que había sufrido tal explosión. O quizá ya se había enterado antes, a través de otra conciencia que habitase un planeta más próximo a la supernova.

El universo es el máximo individuo, la entidad omniabarcadora; es lo más grande con lo que podemos identificarnos y en lo que podemos intencionalmente integrarnos. El Universo es todo, es el todo y, en la medida en que la palabra Dios tenga un sentido no supersticioso, el Universo es Dios. El Universo con el que nos identificamos y al que cada vez conocemos mejor a través de nuestra ciencia, nos abarca, nos incluye, nos sostiene, nos llena de admiración, reverencia y fervor. Lo que sentimos ante el Universo es un sentimiento panteísta, que es el único tipo de religiosidad compatible con la racionalidad y con la ciencia.

La ciencia sin mística corre el riesgo de quedarse en mera gimnasia metodológica. La mística sin ciencia fácilmente degenera en autoengaño y superstición. Solo la jugosa conjunción del conocimiento científico con el sentimiento místico nos permite aspirar a alcanzar aquel estado de exaltación lúcida y plenitud vital en que consiste la comunión con el Universo. Sintonizar con el Universo, sentarnos en el trono de Dios, acompasar el pálpito de nuestro corazón a un latido divino, ¿qué más se puede pedir?.


* José A. Peig
EL MAR Y LA GUERRA
* José A. Peig

Las guerras son siempre malas, pero a veces pueden ser legítimas o inevitables. A un joven ingenuo como yo no se le escapa el hecho de que la guerra puede ser motor de cambios, revoluciones, defensa de la dignidad, la libertad y la autodeterminación de ideas, pueblos y razas. Soy hombre del Kosmos, pero también vago por los subterráneos del devenir histórico, de la sangre de las estirpes, los clanes y las sectas ideológicas (todas las ideologías son sectarias). Es decir, que yo sé que si los hombres han provocado muertes con el uso de la violencia no ha sido exclusivamente por un mero capricho alimentado desde los rugidos ancestrales que todavía bullen en los genes de la sangre, la rabia y los rugidos de la bestia desde la cual hemos evolucionado a lo largo de muchas eras.

Existen motivos que radican en lo simbólico, en los ideales o en la necesidad de diferenciarse, tener un territorio para no ser un desarraigado, defender unas ideas que otros desprecian con el poder de las armas o con el simple y llano insulto. El ser humano mata porque tiene miedo y necesita hacerse un lugar en el mundo: ésta es mi tierra, ésta es mi ideología, éste es mi dios, éste soy yo. Si amas a mi dios, y a mi tierra, y respetas y comprendes mi ideología, me estas amando a mi. Si no lo haces, te declaro la guerra, si no comprendes lo que yo amo, nada de lo que soy le será útil al mundo, por eso odio lo que eres y a los que son como tu

Leí la noticia de la nueva carnicería del ejército de Israel en el Líbano, con cincuenta civiles muertos, una treintena de ellos eran niños inocentes. La guerra de oriente medio es una guerra que no tiene fin ni origen, ya nadie sabe a ciencia cierta quién empezó la tangana como tampoco nadie acierta a dar con una solución real. Con el tiempo y las generaciones, sólo quedan siglos y siglos de odio trasmitido de padres a hijos, con el adoctrinamiento y la sangre, la sangre digo, pues no me cabe duda que tanto odio acumulado durante tantas generaciones, termina por incrustarse en los genes, y ese pulso del odio va perpetuándose sostenido en las mismísimas estructuras biológicas.

Ahora, el odio hacia Israel ya es imparable, tanto en el mundo occidental como en los países islámicos. Pero ahora más que nunca se necesita de una reflexión fría, de poner a todos los actores de la batalla en su justa medida, comprendiendo y compartiendo los problemas y las cosmovisiones de todas las partes implicadas. Dejarse llevar por el odio hacia los verdugos de turno no conduce a ningún sitio. Lo del gobierno de Israel es terrorismo de estado (con todo lo que ello supone), así como lo de Palestina es el terrorismo de las minorías, de los que no tienen otra forma de defenderse frente a estados omnipotentes que tienen la legalidad y el derecho de su parte. Yo, hoy, soy israelí, soy palestino, soy libanés, soy sirio y soy iraní. A nadie le gusta hacer la guerra, pero cuando hay siglos de incomprensión, de dolor, de traiciones, de saqueos y, sobretodo, de ofensas, los seres humanos que forman parte de un colectivo cultural, compartiendo la fe en un dios, la necesidad de tener un destino y una tierra sobre la que edificar un arraigo, una familia, unas costumbres...Como dije antes, algo tan sencillo y humano como tener un lugar en el mundo, donde ser tú mismo, con los tuyos (la identidad colectiva de la que formas parte), y teniendo la seguridad de que tus vecinos, aunque tengan mejores armas que tú y unas creencias distintas a las tuyas, van a respetarte, amarte y comprenderte incluso en tu diferencia respecto a ellos.

Utopía...

El mar mediterráneo me une, todavía más, con aquellos pueblos de oriente, hoy ensangrentados sin remisión, y amenazando con una conflagración que puede acabar teniendo ecos de alcance mundial. Es curioso comprobar que la mayoría de las profecías que han ido publicándose en los últimos años señalaban al año 2006 como el del inicio de la debacle en oriente medio, precedida por la muerte de Arafat, tal y como anunció Michael Drosnin en su famoso best-seller sobre el supuesto "código secreto de la Biblia". Ni soy catastrofista ni creo que el futuro esté escrito en parte alguna, pero me llama la atención la precisión de algunos de estos pronósticos. Y lo digo porque hoy, al ver las fotografías de esos niños asesinados, he sentido un odio y un asco inmensos.
Y todo ese dolor y ese resentimiento, para un padre que ha perdido a su hijo, para un musulmán que contempla cómo estan expoliando y asesinando a los suyos, no se cura ni en semanas, ni en diez años, ni en diez milenios. Y el pulso del odio impone la venganza y la autodefensa irracional. Por tanto, nunca se me hizo tan plausible la idea de que caminamos hacia una destrucción total, aunque espero que no sea irreversible y los que logremos sobrevivir a la barbarie podamos levantar un nuevo mundo aprendiendo de los errores de la vieja civilización, sin más dioses que los que brotan del amor a las cosas del mundo, viviendo en paz con nuestras diferencias, tanto individuales como colectivas.

El mismo mar mediterráneo que ahora contemplo, el que me enseñó la ternura, la magia de la vida, el arte de la comprensión y la alegría de mis pasos en cada atardecer, es el mismo mar que baña las tierras de Israel y el Líbano, las tierras del odio, de la incomprensión y la miseria humanas. A este lado de la orilla, reina mi paz. Allá en el horizonte oriental, se desencadena un infierno. El mediterráneo, en todo caso, es lo que nos queda y nos une.