Rosario Górriz Fons
A Valencia, posiblemente la ciudad más ruidosa del mundo.
Se ha levantado, como cada día, antes del alba. La ciudad aún duerme y hay un sosiego..., un sosiego presente que espera, con indolencia, el despertar de la gran ciudad.
Camina despacio. Respira con lentitud. No quiere ser la causa directa de un despertar prematuro. Y sale al balcón. Sale y se asoma con cuidado. Cualquier ruido podría ser fatal.
"Temen escuchar la voz de su corazón - pensó al llegar a la ciudad y conocer el rugido de la bestia - por eso arman tanto ruido".
Cuando la ciudad, la gran ciudad, la bestia que ruge despierta, extiende sus tentáculos e invade calles y plazas, parques y jardines, casas y conciencias de un desasosiego creciente, y de un cansancio. Cansancio de voces, bocinas y mil estridencias cotidianas, gratuitas y fatuas que la bestia emite sin cesar.
Pero eso será después. Ahora la bestia aún duerme y él, cauteloso y despierto, muy despierto y cauteloso, se siente a salvo cobijado, aún, en el sosiego momentáneo de lo que queda de noche.
En unos minutos la bestia que siempre ruge despertará..., ya está despertando, ya rasga el silencio. Aquí. Allá. Aquí y allá.
Apoyado en la barandilla del balcón observa la inevitable y sistemática aniquilación a la que está siendo sometida la quietud.
El silencio, espantado, huye lejos, muy lejos, tan lejos que no podrá regresar hasta la noche, cuando por fin la bestia se duerma de nuevo.
Y es en ese mismo instante, aún asomado al balcón y mientras ya añora ese silencio que aún no se ha ido del todo, cuando comprende que estaba equivocado, que el rugido de la bestia no esconde el miedo de la gente a escuchar la voz de su corazón, sino a escucharla y descubrir, así, el vacío en su interior, y que es el rugido incesante de la bestia quien no sólo acalla la mudez de sus emociones, sino que, además, consigue llenar el gran hueco - pozo sin fondo, agujero negro - de sus cabezas.
"Temen escuchar la voz de su corazón - pensó al llegar a la ciudad y conocer el rugido de la bestia - por eso arman tanto ruido".
Cuando la ciudad, la gran ciudad, la bestia que ruge despierta, extiende sus tentáculos e invade calles y plazas, parques y jardines, casas y conciencias de un desasosiego creciente, y de un cansancio. Cansancio de voces, bocinas y mil estridencias cotidianas, gratuitas y fatuas que la bestia emite sin cesar.
Pero eso será después. Ahora la bestia aún duerme y él, cauteloso y despierto, muy despierto y cauteloso, se siente a salvo cobijado, aún, en el sosiego momentáneo de lo que queda de noche.
En unos minutos la bestia que siempre ruge despertará..., ya está despertando, ya rasga el silencio. Aquí. Allá. Aquí y allá.
Apoyado en la barandilla del balcón observa la inevitable y sistemática aniquilación a la que está siendo sometida la quietud.
El silencio, espantado, huye lejos, muy lejos, tan lejos que no podrá regresar hasta la noche, cuando por fin la bestia se duerma de nuevo.
Y es en ese mismo instante, aún asomado al balcón y mientras ya añora ese silencio que aún no se ha ido del todo, cuando comprende que estaba equivocado, que el rugido de la bestia no esconde el miedo de la gente a escuchar la voz de su corazón, sino a escucharla y descubrir, así, el vacío en su interior, y que es el rugido incesante de la bestia quien no sólo acalla la mudez de sus emociones, sino que, además, consigue llenar el gran hueco - pozo sin fondo, agujero negro - de sus cabezas.
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