24 de junio de 2007

EL VIAJE A L'ORXA (COSAS DE LA NATURALEZA Y DEL ESPÍRITU)







Se acercaba la noche de San Juan y el verano nos venía con la amenaza de todos los años; la invasión de turistas y las fogatas junto al mar, que siempre dejan un manto de estiércol sobre la arena para dar la bienvenida. En la playa de Gandia se vive bien menos cuando llega el verano, y eso, sumado a las ganas de recoger bártulos y lanzarme hacia algún horizonte, fue lo que motivó la andadura en busca de lugares mágicos, o lugares “de poder”. Desde hace unos cuantos años que voy pateando las tierras del mundo rural circundante a mi hogar, sus montes, sus campos de cultivo y todos los caminos de baldosas amarillas que he podido hallar, los cuales siempre conducen al destino que me aguarda bajo la ermita, iglesia, monumento, ruinas o una fuente de agua que calma mi sed y me ofrece la compañía de sus sonidos al derramarse el chorro fluvial en un estanque o en la acequia del huerto. Si no tuviera nada que hacer, me dedicaría a eso hasta el fin de mis días: andar todos los caminos del mundo que conducen a una insospechada fuente de vida, pues mi destino no sería unívoco, sino que tendría tantos y tan desiguales como sendas hay sobre la tierra. Al final de cada camino -o de cada gran viaje - te espera una ciudad de esmeralda distinta, y aunque halles en ella la voz que indica lo que ya sabes - que en casa se está mejor que en ningún sitio - de lo que has saboreado, aprendido y pensado a lo largo del trayecto, nace una nueva vida, pues el ser que abre la puerta del hogar para reencontrarse con sus disfrutes y ritmos cotidianos ya no es el mismo que aquél que cerró la puerta para ir en busca de horizontes que cobran forma en una lejanía ensoñada.

En Villalonga, no muy lejos de Gandia (unos diez minutos en coche), se alza majestuosa la sierra de La Safor, un semicírculo en forma de corona dentada sugiere el trono de una reina que vigila imperturbable la vida de los lugareños desde hace milenios. La sierra de La Safor y todo lo que hay más allá de los impresionantes peñascos que la coronan, hasta el Benicadell, la Gallinera y la comarca del comtat, un indiscutible lugar telúrico para las almas sensibles, territorio de enorme riqueza floral, animal y geológica, es también un sendero de misterios, el simple y llano misterio de la naturaleza viva a los ojos del andariego que en cada paso se busca a sí mismo y escudriña el amplio abanico de posibilidades que ofrece un paisaje de curvas, colores y sonidos. Varias son las sendas que se escampan por el valle y por los barrancos que se abren paso entre cadenas de montañas, pero es uno el que mejor dirige y sustenta los pasos hacia el mejor de los destinos: la ruta que nos lleva a L’Orxa y que tiene su punto de inicio justo al pie de la mencionada sierra. Así pues, el pasado viernes, mochila al hombro y pies para que os quiero, me dispuse a recorrer los cerca de veinte kilómetros que separan Villalonga de l’Orxa, aprovechando un día claro y sin nubes, lo cual también auguraba la noche y el sueño bajo las estrellas, perdido en medio de cualquier parte, con mi saco de dormir como único refugio. Perderse y no saber dónde pasarás la noche en un ambiente de salvaje naturaleza, me excitaba la idea.

La senda en cuestión es la huella todavía visible de un pasado de viajes en tren, pues su recorrido sigue la trayectoria del antiguo tren Alcoy- Gandia, - popularmente conocido como la txixarra - y es parte de una red ferroviaria inaugurada en el 1892 con el fin de comunicar la costa con las zonas del interior, pasando por L’Orxa y hasta su destino final, el puerto de Gandia. El ferrocarril de Alcoy dejó de funcionar en 1969, y desde entonces se ha convertido en una de las denominadas “vías verdes” más bellas no sólo de la provincia de Valencia, sino del conjunto del territorio español.

Serían cerca de las cinco de la tarde cuando llegué al punto de inicio, acompañado por un amigo, antiguo camarada de pateos, pero ahora me tocaba marchar en solitario. Nos despedimos y fijamos la hora para que al siguiente día viniera a recogerme con su coche. “Ultreya”, le dije mientras me alejaba hacia el horizonte montañoso. Me hacía sentir peregrino y bohemio, que es lo que siempre he querido ser. Por lo menos, tenía por delante un día ,con su noche, enteros para disfrute de mi soledad, y también para ir fraguando mi propio viaje iniciático, a base de introspección y juego imaginativo. Y eché a andar con una sonrisa en la boca, como una felicidad bobalicona, y empecé a reírme de mí mismo mientras mi mente iniciaba el habitual parloteo: ¿A dónde voy y porqué estoy aquí? ¿Qué hago aquí solo?. Según iba avanzando, y el andar se iba haciendo más ligero con la praxis, las dudas desaparecían y me reafirmaba. Toda la belleza a mi alrededor me advertía de que estaba pisando terreno sagrado, y que aquel era uno de los paraísos hallados en mi temprana juventud, al cual retornaba ahora que los tiempos empiezan a cambiar y la madurez amenaza con la pérdida de la libertad y de la inocencia.

A menudo, al paso de mi experiencia, tengo la impresión de que nunca se ha escrito lo suficiente sobre la importancia del paisaje -entorno, para ser más concisos - en la formación de la personalidad. Somos nuestro entorno, sobretodo cuando aprendemos a amarlo porque es entonces cuando surge una íntima relación (una relación creativa) entre el yo y el mundo circundante. La ruta Villalonga- l’Orxa es un viaje iniciático en cuanto que su variedad paisajística, la fascinante disposición de sus relieves geológicos y los restos arqueológicos de aquella vieja infraestructura ferroviaria, la cual dejó a su paso el trazo de caminos sinuosos que penetran en las entrañas de la tierra mediante los túneles varios que el viajero encontrará a lo largo del periplo -tales sinuosidades vienen a ser metáforas del camino de la vida, igualmente incierto y misterioso -, constituye un magnífico estímulo que puede servir de catálisis para el potencial humano del que todos disponemos, pero no todos desplegamos. Transformación, evolución, descubrimiento. Uno no se pone a andar solo por placer, es su vida y su destino lo que va con ello. Por eso es imprescindible diferenciar el senderismo o el “ir a andar” como un mero deporte para “matar el tiempo”, del camino del andariego y del peregrino, que no anda por deporte, sino que es un estilo de vida y un estado del ser, y no “mata el tiempo”, sino que se lo bebe para convertirlo en eternidad. La eternidad, como tal, no existe porque somos perecederos. Pero sí existe un estado del ser en el que podemos sentir la eternidad, nosotros como parte de ella, o sea, del universo. “El tiempo es la imagen de la eternidad en movimiento”. Nunca he alcanzado dicho estado del ser, pero sí creo haberlo vislumbrado. Y a lo largo de la peregrinación a L’Orxa, a causa del mismo potencial que encierra el paisaje, las posibilidades aumentan.

Andaba yo siempre con el sol de cara, mientras éste iba descendiendo, según las horas pasaban, sobre los escarpados perfiles del poniente. De la magia y la riqueza geográfica y silvestre, pasamos a otro elemento indispensable: el fluir del agua. Por si fuera poco, el camino a L’Orxa va acompañado por el paso del río Serpis, o riu d’Alcoy, cuyo avance va paralelo a los pasos del andariego. Otra metáfora de la vida: nuestras vidas son como ríos que van a dar en la mar. En cualquier momento, el viajero puede hacer un alto en el camino, aprovechar algún senderillo - de los muchos que hay- para descender hacia el cauce, sentarse sobre las piedras junto al río, refrescarse un poco las manos y la cara, ver alguna trucha nadando o a familias de peces de minúsculo tamaño. Contemplar el fluir del agua y meditar la vida. Como hizo Siddhartha, escuchar las “voces” del río. Yo tenía pensado bajar a saludar al río, pero dado que tenía el tiempo justo para llegar a L’Orxa antes de que la noche se me echara encima, decidí dejarlo para el día siguiente, ya con mi temprano despertar a la hora del alba.

Cuando llegas al pie de la sierra de La Solana sabes que estas entrando en el término municipal de L’Orxa, repleto de cotos de caza y pesca por doquier. Es entonces cuando el espectáculo formado por los acantilados y los enormes peñascos de roca calcárea, las colinas pobladas de pino mediterráneo y las garzas silvestres que de vez en cuando alzan el vuelo con sus enormes alas, es entonces cuando se vuelve barroco y estremecedor.

No faltaba mucho para el atardecer, así que yo ya andaba preocupado y pensando en el lugar idóneo para plantar mi saco de dormir y hacer noche bajo las estrellas, lo cual no era sencillo teniendo en cuenta que casi todo el terreno es escarpado y pedroso, muy incómodo para las espaldas. Obviamente, no podía dormir tirado en medio del camino. No es muy frecuente, pero a menudo pasa algún ciclomotor o el jeep del guardabosques. No solo me interesaba hallar un terreno plano y libre de arbustos que molestaran a mi espalda tendida, también buscaba una altitud ideal para gozar de las vistas, ampliar los límites de los horizontes y así poder contemplar el mayor ancho posible del espacio sideral. Debido a esto, al llegar a un punto del camino en las inmediaciones del pueblo, me encapriché con una colina cuyo relieve estaba dispuesto de manera artificial por pequeños huertos abandonados, posiblemente dedicados, antaño, al cultivo del olivo o del almendro . Allí había espacio firme para colocar el saco de dormir y, además, si lograba ir escalando los márgenes de rocas, elevarme a la altitud necesaria para poder dominar las vistas de gran parte del valle y de la sierra. El problema era que dicho montículo estaba al otro lado del río, con que era cuestión de ir nadando o de encontrar algún puente que me permitiera cruzar hacia la otra orilla. Descendí por un camino que llevaba hacia el río, en busca del puente o de alguna formación de rocas en hilera. No había nada de eso, la profundidad del río, como mínimo, me cubría hasta las rodillas y no estaba dispuesto a mojarme con la ropa y la mochila a cuestas. Volví sobre mis pasos y reinicié la marcha.

Si mágica, por iniciática, es toda la senda que recorre los veinte kilómetros desde el pie de la sierra de la Safor hasta el pueblo que le da el culmen definitivo, mágico es el momento de llegada y entrada en el valle de L’Orxa, puesto que en la primera imagen, al doblar una curva entre dos peñascos, verás las ruinas del castillo de Perputxent, elevándose a trescientos ochenta metros, con doble recinto amurallado y situado sobre una montaña que baja en acantilado hacia el valle donde transcurre ,silenciosa y tranquila, la vida de los lugareños de aquel pueblecito oculto entre las montañas. El castillo de Perputxent es la reliquia del valle, y reina sobre él desde su altura y desde la evocación de siglos de historia. En su origen, fue construido por los musulmanes de Al- Ándalus, perteneció a Al- Azraq, el cual fue víctima y vasallo de la conquista y posterior reinado de Jaime I de Aragón. En el año 1269, el rey cedió el castillo a un tal Gil Garcés de Azagra. Posteriormente, el castillo pasó a ser propiedad de la orden de los templarios, lo cual alimenta el mito del lugar y de su legendario nombre.
Supe, de inmediato, que tenía que pasar la noche en un lugar que estuviera frente al castillo. Y otra vez, vi una colina dispuesta en márgenes de piedra que formaban huertos de cultivo en desuso. Sin pensarlo dos veces, comenzó mi ascenso a las alturas, solo que no llegaría tan alto como yo gustara, pues los muretes de piedra, junto con la maleza punzante y el peso de mi mochila, dificultaban cada vez más la posibilidad de llegar a la cima. Llegué a una cierta altura desde donde podía verse gran parte del valle, el castillo también lo tenía en frente y además encontré un terreno adecuado para acampar, de hierbajos secos que carecían de raspas y espinas punzantes. Limpiando un poco el terreno, apartando las pequeñas rocas, cortando algún arbusto aquí y allá, definitivamente era un buen sitio para dormir. Descargué la mochila y saqué el saco de dormir para tenerlo todo apunto. Acto seguido, busqué un buen sitio para sentarme, descansar y comer algo mientras contemplaba el atardecer. Hacía un poco de fresco y el viento arrastraba algunas voces, desde la lejanía del pueblo. La luna, en el cenit, dividía en dos el espacio sideral desplegado ante mis ojos. Y con sigilo, entre viento, voz y cielo, fui penetrando en la noche que ya todo lo oscurecía. El castillo templario tenía un aire siniestro, con la visión nebulosa de sus ruinas que parecían arrastrarse a lo largo y ancho del acantilado. Ya no podía ver nada definido, tan solo formas y sombras que se ocultaban en la noche, crujidos de ramas, algunos grillos, pájaros anidando en los ramajes, serpientes arrastrándose no muy lejos de mi. Estaba yo solo conmigo mismo y con la naturaleza hostil. Pude, por escasos momentos, sentir algo del miedo ancestral, el que sin duda experimentó hasta el paroxismo el hombre prehistórico y todavía desconocedor de la luz del fuego. ¿Cómo sentirse sino, cuando te abandona la luz del sol, en una noche sin luna, sin poder ver nada y sin poder defenderse de las fieras salvajes?. El miedo ancestral que los niños -y algunos adultos también - sienten cuando la madre apaga la luz de la habitación y se queda solo ante las sombras que lo envuelven, desconocidas, amenazadoras: un simple armario se convierte en la caverna del monstruo, el sonido de una cortina movida por el viento revela la presencia de algo o alguien que no sabemos qué o quién es. De igual modo, el hombre de la prehistoria, aterrorizado y acurrucado en alguna cueva, tiembla ante el sonido siseante de un reptil que oye pero no puede ver, una mínima variación en la densidad del aire, o ante el rugido de las fieras. Cuando uno toma conciencia de lo que aquel terror debía suponer para el hombre primordial, se vislumbra con claridad el gozo y la alegría experimentados con la salida del dios Sol, la Luz de un mundo sometido a los peligros de la oscuridad. Por eso, la religión solar es la semilla de todas las religiones posteriores.

Estas y otras cosas me vinieron al pensamiento mientras gozaba de la noche y sus misterios. Hay algo de prehistórico en aquel valle, mágico, que nos remite al hombre primordial, o yo al menos así lo sentía a causa de la naturaleza que me arropaba. Pensé también sobre mi juventud, la que ahora es pero ya no tanto como la de antaño, sobre lo que pudo haber sido y no fue...y sobre el olvido y el recuerdo. El recuerdo es un olvido atrapado en la melancolía, a causa de ello todo pasado es una ficción surgida de una mente que sufre. Pero sin melancolía no habría ni literatura ni ficciones. Ni arte. Ni amor. Ni dolor. ¿Qué haría yo sin el dolor?. Bajo las estrellas, sentí el profundo dolor en mi noche oscura del alma, quise imitar a Jesús en el monte de los olivos, pero inmediatamente la sonrisa de mi felicidad volvió a poner las cosas en su sitio. Me sentí pletórico, extendí los brazos hacia las estrellas del firmamento, como queriendo abrazarlo todo, e inicié el ritual de adoración al cosmos y de celebración a la vida, imité un gesto hindú - el gesto de adoración solar que vi y aprendí en Benarés, a orillas del Ganges, pero esa historia la escribiré otro día...- y eché al vuelo unos cuantos deseos para mí, para los míos y para toda la humanidad.
Al fin, me despedí de la noche y me acurruqué en mi saco de dormir, rodeado de arbustos, algarrobos y helechos, e intenté protegerme de los insectos que merodeaban a mi alrededor. Todo silencio, solo algunos grillos y la luz de las estrellas. Cuando ya casi estaba dormido, vi un objeto que cruzaba el cielo. No era un avión, no tenía el trazo fugaz y perecedero de un meteoro. ¿Un satélite?. ¿Un globo sonda?. ¿Un OVNI?. Y así me dormí en paz.

Desperté con las primeras luces del día. Me lavé un poco, manos y cara, con el rocío de la mañana depositado en las hojas de una higuera. Puse a punto la mochila e inicié el descenso hasta el camino principal. Eran las seis y media. Tenía tiempo de sobra para recorrer poco a poco el camino de vuelta. Anduve un par de kilómetros hasta que vi una senda que bajaba al río. Abajo había cañas y piedra calcárea, hasta la orilla. Por todas partes se alzaban los pinos y reforzaban el aroma matinal mezclado con la fragancia del agua. Me acerqué a la orilla y tomé un poco de agua con las palmas de mis manos para comprobar su estado. Limpia y clara. Tentado estuve de meter la cabeza, pero me conformé con mojarme la cara y lavarme las manos. Estaba tan fresca que me devolvió la más elevada vitalidad. Era un buen momento para desayunar. Saqué de la mochila unas galletas acompañadas de frutos secos, y una botella de agua. Y comí viendo al agua fluir en su eternidad. Nuestras vidas son los ríos... Mi vida quería reflejarse en aguas claras y cristalinas. Me ví a mí mismo formando parte de la belleza, y sentí que mi alma era tan divertida, libre, pura y clara como aquellas aguas. Jamás olvidaré al río Serpis a su paso por L‘Orxa. Quizás, sin darme cuenta, en aquél rincón de la vida había hallado mi destino. Uno de los muchos destinos. Caminé descalzo sobre las rocas, a punto estuve de quitarme toda la ropa y de lanzarme a sus aguas. Por un lado, me entró timidez. Por otro, quise sentir mi cuerpo desnudo fundirse con el agua. Todo quedó en el pensamiento. Y en la vida interior...

El camino de vuelta fue largo y lento. Me limité a disfrutar sin propósitos, pararme en alguna vereda, contemplar los árboles, saludar a las aves. Eran las doce de la mañana y ya había llegado al punto de encuentro. A las cuatro y media de la tarde vendría un coche a recogerme. Me sobraban horas, así que decidí proseguir el viaje y me dirigí hacia la sierra de La Safor, buscando el refugio, una pequeña caseta de piedra situada en la falda de la montaña. El ascenso fue duro. Una carretera empinada conduce hacia el refugio. Cuando llegué, exhausto, me senté en el insignificante merendero y me dediqué a gozar de las vistas. Llovió durante un tiempo, unas pocas gotas. Me comí el último bocadillo, y pasé un buen rato viendo un rastro de hormigas que se afanaba en recoger y almacenar las miguitas de pan que habían caído al suelo. ¡Qué ejemplo de orden y constancia en el trabajo!. Siempre me ha fascinado la civilización de las hormigas, funcionan como una única máquina recogedora dividida en pequeñas piezas autónomas pero interdependientes. Cosas de la naturaleza, la cual no se preocupa precisamente por las inquietudes de mi espíritu.

Alrededor de las cinco de la tarde, yo ya había bajado para esperar el coche que me llevaría de vuelta a casa. Me regocijé durante un rato bebiendo las aguas de La Reprimala, el nombre de la fuente más conocida de Villalonga. Al fin, vino el coche, puse la mochila en el maletero y me reencontré con mi amigo en el interior de este. Me saludó, me miró, y dijo:

- Hay algo diferente en ti
- ¿Diferente? ¿A qué te refieres?- le repliqué yo.
- No sé, tu cara...
- A mi cara lo único que le pasa es que le ha dado mucho el sol y se me ha puesto la piel morena.
Mi amigo titubeó un poco, moviendo la cabeza:
- Ah bueno, puede que sea eso, pero no sé...

Yo tampoco lo sabía, o si lo sabía, lo he sabido desde siempre. El coche arrancó y nos alejamos de allí camino de la carretera. Volví la vista atrás y recordé que había vivido un día entero, con sus luces y sus noches, con mis luces y mis noches, en tierra sagrada.


Sierra de la Safor. Un semicírculo muy peculiar.



José A. Peig

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