26 de octubre de 2005

EL HIJO DE LAS OLAS

Eran las tres de la tarde, después de la última clase en el instituto. Esperé a la entrada del hall hasta que mi amigo terminó de charlar con algunos compañeros. Me sentía algo irritado, la jornada había sido tediosa y no conseguí satisfacer mi hambre inherente, esa que nunca consigo identificar pero siempre me espera en todos los rincones de mi vida. A veces, el viejo edificio con sus muros pintados de azul y sus persianas agujereadas se me antojaba un tanatorio de reclusión para enfermos de vagancia e insipidez. Mi vida no era insípida, pero el mundo que me rodeaba hacía el papel de sórdido ambiente inmaduro, incoloreado y vacuo. Solo quedaba la escapada. Por eso, cada dia a las tres esperaba junto al hall para despedirme de la rutina, de los compañeros y de toda la entrañable gama de visiones, de perfiles que provocaban hilaridad y, también, de vez en cuando, espejos de ternura que solo yo podía percibir. Y sobretodo el hambre a dos bandas. El estómago refunfuñaba tras cuatro horas sin tomar bocado y el alma pedía algo indefinido, sutil, pero doloroso.
Mi amigo, el “grandullón”, vino hacia mi caminando a grandes zancadas con una expresión indiferente en su rostro. Me hizo un gesto y nos largamos de allí. Pronto, me preguntó:
- ¿Hoy vienes hasta mi casa?-
- Sí, necesito estirarme y divagar un poco contigo. Joder, hoy he tenido un dia de plomo-
- ¿A qué te refieres?-
- Nada, que me cansa tener a tanto capullo a mi alrededor. No me he enterado de la mitad de clases con los gritos y las chorradas de la profe-
- Psé, es lo de siempre. Por lo menos te echas unas risas con ellos-
Miré a mi alrededor, el gran paseo que conducía recto hasta las afueras de la ciudad, grupitos de chavales con sus mochilas y sus ademanes y el viejo lotero que siempre me cantaba al oído su monserga de la buena suerte. Por un instante miré al cielo y vi nubes dibujando algo. El ambiente cálido estimulaba la imaginación.
-Lo de siempre, sí, pero yo necesito echarme a volar y olvidar a todos los mierdillas-
- Ya te estas poniendo gruñón. Olvídalo, ¿quieres?-.
Le miré despectivo y a continuación le dije con un moderado tono sarcástico:
- No puedo olvidar que allá fuera, lejos de esta ciudad y de esta tierra, hay otras alternativas a descubrir. ¿No te cansa la gente y su rutina?. Por favor, amigo, comparte mi ansiedad-.
- No me vengas ahora con tus delirios, tengo hambre y solo quiero descansar , comer y echar una siesta-.
Puse mi brazo sobre el hombro de el grandullón ,sin orgullo y con un afecto espontáneo, contemplé su rostro de perfil y el brillo de sus grandes ojos verdes. Apreté su hombro derecho, le mire fijamente y le dije con sorna:
- Yo tendría que haber sido hijo tuyo, amigo mío-
- ¿Pero qué chorradas dices?- me replicó, un tanto molesto y escandalizado.
No contesté, me quedé callado, le dirigí una sonrisa burlona y miré de nuevo hacia el cielo. Allá arriba podía entenderme a mi mismo. Yo tenía padres, pero era huérfano. Nací con algo clavado en mi alma. O, en otro caso, nunca lo supe, con la ausencia de un pedazo de alma arrancada. Quizá alguien me robó ese pedazo cuando era un bebé, en el centro de la inocencia más absoluta, dejándome desprotegido, a la deriva. Y, por eso, siempre hambriento, buscando algo más que oxígeno y materia bruta. Ese pedazo que me faltaba, me producía una nostalgia o una melancolía dulce, lúdica y sombría a la vez. Ambas, nostalgia y melancolía, se entremezclaban nublando mi visión, creando un misterio a cada paso que avanzaba, a cada nueva resolución. Dado que nací huérfano y con parte de mi alma despedazada, siempre fui distinto. Mi vida era dulce pero en mis paisajes interiores se desataban tormentas. Tormentas como la que aquel dia tuvo lugar en el interior del viejo instituto. A la salida y junto a mi amigo, intentaba disipar borrascas. Miraba al cielo, a mi amigo, a los paseantes desconocidos y al perfil de los callejones que nos salían al paso. Buscaba la respuesta y el origen, de forma estúpida y absurda.
No hubo mucho más. Yo y el grandullón charlamos durante unos diez minutos a la sombra de un árbol, en el parque que había cerca de su casa. Algunos recordatorios, una reflexión sobre un amigo común, unas pocas risas por la pedantería de la profe de Geografía. Me despedí, tenía hambre y la parada del autobús me pillaba algo lejos. Cuando ya estábamos a cierta distancia, me dijo:
- Espero que mañana sea un dia diferente-.
- Todos los días son nuevos. Son ellos los que van envejeciendo-. respondí con vehemencia.
Tras el último gesto del grandullón, me despedí definitivamente e inicié el camino en busca de comida y consuelo.


El piso donde yo vivía estaba en la playa, en un bloque de apartamentos frente al mar. Hacía año y medio que nos trasladamos desde la ciudad a la costa, por imperativos económicos. Todos las tardes de Lunes a Viernes hacía mi periplo en autobús para llegar hasta allá, en un transporte destartalado, de un azul mortecino y motores renqueantes . Aquel dia ,marcado por la inquietud de mi alma,el trayecto semejaba un viaje inhóspito por el desierto, en busca del destino, de la nueva rutina, de alguien que encontrara las respuestas. Dejaba perder mi vista en los paisajes que se veían a través de los ventanales. Yo pensaba en lo feliz que era, a pesar de todo. Grandes extensiones de campo y casitas unifamiliares bajo un cielo azul y un horizonte puro e infinito, más allá del borde trazado en el perfil de los montes que adornaban, cada dia, la hora del ocaso. Dibujos, esencias y perfiles de mi mundo y de mi gente. Toda una amalgama a la que mis ojos dotaban de un lirismo profundo, el verdadero hogar, la patria de mis sentidos. Yo estaba vivo y formaba parte de la épica del paisaje. Aquel era el primer consuelo antes de llenar el estómago.

Bajé del autobús y comencé a andar hacia la puerta principal. Una vez dentro me salió al paso la vieja comadrona y el viejo bonachón, ambos de sonrisas fugaces. Subí las escaleras hasta mi piso. Nadie en casa y la comida esperando en la nevera. Comí con gusto, con ese gusto que solo tiene oportunidad de ser cuando la soledad me acompaña y el televisor esta apagado. Después de la comida prolongué el disfrute de estar solo en casa. Caminé por el pasillo, deteniéndome a observar las habitaciones vacías y el hermético silencio que emanaban. En tales instantes, toda la fuerza y la singularidad de mi vida se concentraba en un reducido espacio y el velo parecía levantarse para mostrarme las conjuras de mi espíritu. La verdad la tenía allí mismo, en el silencio de la casa vacía. ¿Cuándo llegarían mis padres?.Desgarradamente, deseé que no volvieran en todo el dia.

Entré en mi habitación y me quedé sentado en la cama, mirando al techo y embriagándome con el baile de las motas de polvo que brillaban con los rayos solares. Frente a mi, la guitarra española apoyada en el armario. Podía tocar algunas notas. Pereza del alma. Hojas, papeles, viejas y eternas canciones allí escritas, para tararearlas y levantar el ánimo. En otro rincón, los viejos roqueros me espiaban desde las cintas magnéticas. Los primeros sueños de la adolescencia allí concentrados a mi alrededor. Todo era sueño y frustración, felicidad y dolor que se confundían entre las sensaciones provocadas por el arte. En el centro de mi habitación, mi mente, con desespero, intentaba reconciliarlo todo. Buscaba el camino para huir, ser en el esplendor del aislamiento. Buscaba, ahora lo sé, mi primera gran metamorfosis.
Pasaban las horas y nadie llegaba a casa. El reloj indicaba las seis y media.De repente, mi soledad empezó a desbordarme. Cogí papel y bolígrafo. Escribí algo. Estaba temblando por dentro. El trazado del bolígrafo desgarró el papel. Lo escrito, supongo, era algo indescifrable. Eran demasiadas las cosas que necesitaban emerger al mundo. Necesitaba expresarme y decirles a todos que mi deber era irme muy lejos. Me acordé del grandullón. Él lo merecía más que nadie. Pero el pavor se apoderó de mi y arrojé al suelo el papel y el bolígrafo. Ya no veía motas de polvo, eran fogatas que me abrasaban. Pronto me di cuenta que tenia los ojos en lágrimas. Parecía que el dolor y el resentimiento acumulados brotaban como un sarpullido desintoxicador. Todas las llamaradas de fuego que flotaban en la habitación se colocaron a la altura de mi estómago, penetrando en él. El dolor hizo que el cuerpo se colocara en posición fetal. Me quedé allí, llorando y soportando un fuego que abrasaba mis entrañas. Todo el rechazo vivido desde el primero de mis días cobrababa forma. Allí dentro de mi estómago, algo empezó a gestarse. Y pronto empecé a dar alaridos. Una voz clamaba derrumbando,en apocalíptico despertar, el silencio de las habitaciones: “No tengo padres, no tengo padres, soy huérfano, estoy solo, no tengo amigos, estoy solo, soy huérfano, soy huérfano”. Supe que estaba solo y que nunca tuve nada. No era hijo de nadie. Todo era neblina. Soportando a mi ardiente interior, me levanté de la cama y avancé hasta el pasillo.Y luego a la cocina. Cogí un vaso de agua y lo destrocé lanzándolo contra la pared. Luego fui al baño. Me miré en el espejo. Los ojos. No tenía ojos, solo dos formas ovales empañadas, casi borradas por las lágrimas. Y el alma continuaba ardiendo en mi estómago. No podía seguir en el interior de aquel piso. Todo podía estallar en cualquier momento. Cogí las llaves y salí a la calle.

Cuando bajé a la acera, me quedé pensando. Sólo existía una mano amiga, solo podía dirigirme hacia un sitio. Allí estaba la mar, esperándome. Caminé hacia la arena buscando el único límite: la orilla. Yo avanzaba siguiendo su senda mientras las olas morían junto a mi. Cuanto más avanzaba a lo largo de aquella orilla y más olas desaparecían entre las espumas y el olor del salitre, menos lágrimas brotaban de mis ojos. Al llegar al final de la playa, donde ya no habían más edificios que me ocultaran la visión del horizonte, me vi envuelto de un paraíso de dunas, cielo crepuscular y olor a mar. Me quedé quieto, intentando ver toda su magia y su belleza. El dolor de mis entrañas y las lágrimas remitían apresuradamente. Silencio absoluto. Ningún alma se veia a aquellas horas en tan bello paraje. Tantas veces había estado allí y no me había dado cuenta. Aquello era mi verdadero hogar. De repente, de forma brusca, volví mi cabeza en dirección al mar. Había oído una llamada de algo o alguien, venía de aquella dirección. Yo miraba y buscaba. Solo se veía el gran mar y las olas acercándose, rompiendo y muriendo a mis pies. Vi un ave marina surcando los vientos y planeando sobre las aguas. ¿Era ella?. Entonces comprendí el origen de la llamada. Era la mar. Me saludaba alzando sus olas y secando mis lágrimas con cada racha de brisa marina. El dolor en mis entrañas había desaparecido definitivamente. Pero algo se removía en mi interior. Algo se había gestado y quería nacer. Sentí que mi cuerpo se hacía pedazos mientras ese algo brotaba desde mi estómago. Las olas eran cada vez más altas y me llamaban con mayor furia. Y todo volvió a comenzar. La oscuridad del resentimiento se hizo luz y fragancia. De mi estómago brotaron alas, ¡alas!, eso era lo que había estado gestándose y emergiendo dentro de mi. Vi brotar mis alas. Se expandían a mi alrededor moviéndose para demostrar su poder y su euforia. Yo podía volar,¡dios!, ¡al fin podía volar!. Ahora, todo había sido un mal sueño. Mi vida empezaba de nuevo.

Mientras movía con alegría mis alas para dar el primer vuelo, un huracán se desató en aquel paraíso de dunas enmarcado en la rojiza y tenue luz del crepúsculo. Muy pocos lo sabían, pero una nueva forma de vida estaba a punto de nacer. Me elevé hacia las alturas y estiré mis alas con un bramido de felicidad. Desde los altavoces del cielo y de la tierra sonaba una música épica, grandilocuente y estremecedora. Solo la mano de dios pudo crear esas melodías. A continuación, seguí la llamada de la mar y sus olas y volé hacia ellas, mientras me abrían su seno esperando al nuevo hijo. Avancé lentamente hacia las olas hasta rozar sus aguas, zambulléndome en aquella inmensidad que me aguardaba. Dejé de ser un hombre con alas. Me hice todo de mar.Y,en un marco temporal que solo puede ser entendido desde el infinito, resurgí de sus olas, dejándome libre como una madre que envía a su hijo a cumplir con su destino. Volví a casa paseando tranquilamente y disfrutando de mi nueva paz. Mi madre preparaba la cena y mi padre esperaba para ver el partido de fútbol. La vida seguía igual. La cena fue estupenda. Me acosté muy pronto, a eso de las diez, con todas las heridas curadas. Nunca sentí un amor y compasión tan grandes hacia mis padres como aquella noche en la oscuridad de mi habitación. Dormí profundamente. Las olas del mar, allá en mis sueños, me dieron las primeras lecciones para iniciar la gran guerra y la gran búsqueda.

Al dia siguiente a las tres de la tarde, esperé al grandullón a la salida del hall. Tuvimos una sosegada conversación. Me dijo que el dia había sido distinto. Yo le repliqué que toda la vida es distinta. Puse mi mano en su hombro derecho y le dije con aprecio infinito:
- Tenemos un largo camino por recorrer. Ahora se porque tantos jóvenes envejecen y porque tantos viejos parecen jóvenes-.
-¿Estas de coña?-.
- No, solo era un comentario muy serio-.

Nos despedimos, otra vez, cada uno hacia su casa. Lo vi alejarse y me alegré pensando en la gran aventura que nos aguardaba. Y también a todos aquellos que aprendieron a tener alas y un mar que contemplar.

José A. Peig

1 comentario:

milianito dijo...

Una sorpresa muy agradable tu colaboración espontánea en el blog de Escribano. Te invito a que visites mis otras páginas en Internet:

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Un saludo y a seguir en la tarea.
Emilio